Capítulo 1 - prueba

 Los cadáveres no tienen por costumbre levantarse pero este hizo una excepción.

Para ser justos, todos los cadáveres de nómores se levantaban en algún momento de su vida. No era una novedad para este nómor; ya había pasado por la experiencia de ser un difunto y, aunque no dejaba de ser un trámite, tampoco suponía un trago agradable. A nadie le gusta morirse.

Los nómores son seres que en su madurez no sobrepasan en anchura o altura a un niño humano raquítico. Primos altos de los gnomos son, sin embargo, fáciles de distinguir de sus parientes lejanos por dos razones principales: se quejan de todo y se mueren mucho. A veces las dos van de la mano, dependiendo de la paciencia del receptor de las quejas y de la distancia de sus manos al cuello del nómor. No era lo que le había sucedido a este, cuyo cuello estaba casi como nuevo. Aún cadáver, se le veía disgustado. Hasta nueve veces puede volver a resucitar un nómor, producto de una de esas antiguas maldiciones. Es hace dos mil años; su pueblo intenta prosperar como civilización, crecer unos quince centímetros para que los humanos abusones no pongan todas las cosas en los lugares altos, encomendarse a uno o dos dioses. Lo típico. Y entonces, rezan al dios equivocado y pam, aquí tenéis una maldición, ahora os vais a morir nueve veces, tantas que cuando vayáis por la quinta ya estaréis hastiados del peso de la vida, la realidad y los trámites burocráticos de la morgue y solo podréis pensar en cometer suicidio cuatro veces seguidas.

Hasta entonces, este nómor solo había muerto dos veces, la segunda sin buscarlo. Las leyes para los nómores parecen creadas con una absoluta carencia de cuidado a la hora de legislar sobre gente capaz de resucitar más veces que la media, aunque lo más probable es que lo estén para echarse unas risas a su costa. Una de estas leyes dice que si mueren estando casados el matrimonio queda anulado y el cónyuge del efímero cadáver pasa a la viudedad. Por tanto, tiene derecho a acceder a pensiones que se anulan en el momento en que deciden volver a casarse entre ellos. Eso siempre pone en duda la conveniencia de una repetición de las nupcias, aunque otros persiguen un objetivo mucho más fraudulento. Si la muerte es un suicidio con la intención de defraudar a la hacienda pública se les condena de manera ejemplar: sin derecho a pensión, con el matrimonio anulado y a muerte. Es lo que los jueces llaman “dos por uno”. La primera muerte de nuestro nómor fue autoinflijida; su mujer y él estaban  disfrutaban de un feliz matrimonio pero una pensión de viudedad no les venía mal para pagar los muebles nuevos de la cocina, que están hechos un asco, mira que te lo tengo dicho. La segunda de sus muertes fue porque le pillaron. Con esta harían tres.

Otra particularidad de las leyes sobre los nómores era que, si les asesinaban, aunque se levantasen de nuevo y por norma general al cabo de unos veinte minutos, contaba como asesinato de todas formas. Era una simple cuestión de educación civil; no se puede ir por ahí matando gente pequeña e irse de rositas. Las ventas de sacos de boxeo caerían en picado.

El nómor, que llevaba unos veinte minutos muerto a ojos de las leyes sociales y biológicas, se levantó dando un respingo. Miró alrededor. Era un callejón sucio. A su lado había un contenedor de basura que estaba siendo usado al revés a juzgar por la cantidad de desperdicios que lo rodeaban. Bolsas de basura revueltas, cartones, un móvil destrozado, un microondas fabricado hace no menos de doscientos años, un maniquí de madera al que le faltaban partes importantes para cualquier maniquí. Y entonces, salió corriendo. Supo a donde tenía que ir de forma inmediata. Lo llevaba en los genes. Corrió sin descanso, corrió hasta la boca de metro más cercana. Corrió bajando las escaleras y a través de los tornos, corrió jadeando y esquivando goblins que se afanaban por atravesar los largos pasillos, orcos cansados tras un día de trabajo de oficina, enanos hablando a voz en grito para oírse por encima del ruido de los trenes, ruidosos y jóvenes elfos de no más de ochenta años que ignoraban la existencia de los auriculares, un par de inexpresivos gólems que disfrutaban de su recién adquirida libertad y algún que otro humano. Corrió hasta el anden y esperó impaciente. Se subió al vagón cuando llegó el metro, todavía resollando, farfullando entre dientes, cuánta gente, a ver si dejan entrar antes de salir, antes todo el mundo era más educado, deberíamos volver a la época en la que los enanos tenían sus propios vagones. Llegó su parada. Salió corriendo y corrió hasta la salida. Corrió escaleras arriba, resoplando, y corrió por la calle. Una, dos, tres manzanas. Corrió subiendo las escaleras de la comisaria, corrió al atravesando la puerta y corrió hasta el mostrador.

— ¡Vengo a denunciar mi asesinato! —gritó al tiempo que aporreaba la pared del mostrador porque no llegaba más arriba. 

Al otro lado, un policía alto de aspecto desaliñado y rostro rojizo y cansado agachó la mirada hacía él, estirando el cuello. Se rascó un cuerno de apenas un palmo de largo, como si un hueso pudiese picarle.

— ¿Cómo dice? —farfulló.

— ¡Qué vengo a denunciar mi asesinato! ¡Quiero hablar con un detective!

El policía, un demonio cuyo linaje un día fue poderoso y temible, miró al nómor de hito en hito durante unos segundos, pestañeando con esfuerzo.

— ¿Su asesinato? ¿A quién ha asesinado?

— ¡Yo no, cabezahueca! ¡Me han asesinado a mí! ¡Yo soy el asesinado! ¿Es que no ves que aún estoy un poco rígido? ¡Quiero ver a un detective! ¡Pago mis impuestos y conozco mis derechos!

El policía sacudió la cabeza cerrando los ojos como queriéndose librar de una sobrecarga sensorial. Miró a su alrededor sin prisa, mientras el nómor se deshacía de impaciencia, hasta que encontró a un compañero.

— Eh. Eh, Eksik, ven aquí. Este nómor dice que le han asesinado. —le dijo a un semiorco bastante menos espeso pero mucho más malhumorado que sostenía una taza de café.

— Lucas, soy tu capitán. No me digas “eh”. Joder, solo he bajado a por café. ¿Es que no has atendido nunca a un nómor? —se giró hacia el mostrador con la taza en la mano— Señor, ¿está usted seguro de que ha sido asesinado?

— ¡Tan seguro como que pondré una queja formal muy detallada contra esta comisaría si no me atiende un detective ahora mismo! ¿Es que no se puede poner una denuncia en condiciones en esta ciudad? —el nómor daba pequeños saltos, poniéndose de puntillas y lanzando el dedo índice de una forma que habría resultado amenazadora para gente de la altura de una mesita de noche.

— Ay... —el capitán semiorco fantaseó con estamparle en la cara la taza de café caliente a aquel mequetrefe—  Muy bien, pase usted mismo. Primera planta, según salga del ascensor a la derecha, la primera mesa. Pregunte por la inspectora Page. No será difícil, es la única que sigue aquí.

— Vaya si lo haré esto no puede quedar así no consentiré que... —el estridente sonido de su voz se perdió al alejarse en pos del ascensor.

— Podemos... ¿dejar que suban solos? ¿No nos dirán algo? —preguntó confundido el demonio, rascándose el otro cuerno.

— Soy el jefe, ¿recuerdas? Además, esos nómores se mueren todo el rato. A estas horas paso de todo.

—  ¿A usted le pasa como a la inspectora Page, eh? No hay nadie en casa que le espere.

El capitán Eksik se giró para alejarse de allí por el bien de su subordinado.

— No. —respondió en tono grave mientras se bebía la taza entera de un trago.




El nómor salió de un salto del ascensor en la primera planta y oteó el horizonte buscando la primera mesa a la derecha. Allí vio a una joven, demasiado joven y demasiado mujer para ser inspector, pensó el nómor, pero ya se quejaría de eso después. Caminó tratando de que sus pequeñas pisadas resonaran lo máximo posible, como si eso le fuese a dar fuerza a su inminente relato. Llegó hasta la mesa de la inspectora, que hundía la nariz en papeles, y repitió su operación de llegada triunfal.

— ¡Inspectora Page, Vengo a denunciar mi asesinato! —gritó golpeando la mesa, mucho más baja que el mostrador de la entrada.

— ¡Aaah! —la inspectora dio un respingo. Aunque había tomado declaraciones similares antes, nunca la cogían con la guardia tan baja. Se recompuso como pudo y enfocó la vista en el nómor— Ah, sí sí, claro, disculpe un segundo —trató de ordenar sus papeles durante un momento hasta que desistió al notar la inquisitiva mirada del pequeño ser y los apartó de golpe. Atrajo el ordenador portátil hacia sí—. Dígame, ¿quiere denunciar un asesinato?

— ¡MÍ asesinato! ¡Me han asesinado! ¡Ha sido hace unos tres cuartos de hora, en la calle Chatanooga, paralela al sur de la Cuarenta! ¡No he podido ver el arma pero recuerdo a la asesina! ¡Es imposible que no me acuerde porque soy capaz de acordarme de detalles recónditos que a la gente normal se le escapan, como aquella vez que mi señora le hizo un pastel con arándanos a mis padres pero yo sabía que no eran arándanos si no moras, pero ella estaba empeñada en que eran arándanos y además, eso no puede ser porque mi padre es alérgico y se lo comieron entero, cosa que no es de extrañar porque mi señora hace unos pasteles excelentes y claro, no podía...!

— Señor, señor, disculpe, tengo que pedirle que se ciña a los hechos. —la inspectora Mery Page trató de ser amable, pero el nómor le dedicó una mirada que le ayudó más bien poco. Se echó el pelo por detrás de las orejas en un movimiento mecánico, carraspeó y continúo en un tono neutro—. Si le parece, le haré una serie de preguntas para poder llevar todo en orden y usted me irá respondiendo en la medida que recuerde.

— ¡Yo me acuerdo de todo! ¿No le acabo de decir que...?

— Es cierto, es cierto, tiene razón, —Volvió a cortarle Mery con un gesto de la mano—  Veamos, empecemos desde el principio. ¿Nombre completo?

— Re Duudilfreenkën. –dijo el nómor, mucho más rápido de lo que debía. Mery dejó escapar escapar un suspiro agónico.

— Muy bien... ¿estado civil?

— Mire, eso es interesante, porque yo estaba casado, pero me suicidé en una ocasión y ahora...

— Voy a poner soltero, tampoco es tan importante. —dijo Mery tecleando, contrariando al señor Duudilfreenkën una vez más. Fue a hacerle más preguntas de rigor pero decidió que lo mejor era saber si había caso.—  Muy bien, ehm... dígame señor Dodil...

— ¡Duudilfreenkën! —Espetó malhumorado.

— Voy a llamarte Re, ¿de acuerdo? ¿Te puedo tutear? Tutéame, estamos como en familia —tras catorce horas trabajando, la paciencia había dimitido— . Bueno. Re, me has dicho que viste a la asesina. ¿Puedes describirla?

— ¡Por supuesto que puedo, y es lo que voy a hacer! —dijo golpeando la mesa mientras gritaba. Los pocos compañeros que quedaban en la planta estaban pendientes desde hacía rato de la evolución del caso, algunos con el ceño fruncido en señal de molestia, varios con una sonrisa socarrona.

Por supuesto, Mery se arrepintió al instante de haber hecho aquella pregunta.


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